miércoles, 11 de septiembre de 2013

LA TIERRA SE HACE CARNE

Me ocurrió durante una caminata, entre Sarnago y Acrijos.

Mi perro olisqueando las cunetas, yo absorto en mis pensamientos, que tienden a volar sin freno siempre que me adentro en los desolados montes de las Tierras Altas. Pienso en los cortes abruptos de la vieja Alcarama, es como si hubiera sido moldeada a golpes de hacha por un dios furioso. La pizarra se desprende de la tierra en los terraplenes, haciendo aún más áspera su superficie. Valoro cómo se parece el carácter de la Alcarama al de sus últimos pobladores. Áspera, seca, adusta, orgullosa, inhóspita. De primeras, parece que no te quiere allí, su imagen y su superficie intentan repelerte, pero si persistes, si llegas a sus entrañas, resulta cándida y bienintencionada. La falta de contacto con la gente en las últimas décadas, y la falta de comprensión de la cultura de esta tierra por parte de los pocos que ahora se acercan a ella, le han hecho daño, y la han convertido en una vieja desconfiada. Bajo la superficie, sin embargo, es compleja, profunda y soñadora. Me recuerda tremendamente a mi abuelo, el abuelo José, que nació, se crió, trabajó y murió muy cerca de aquí. El abuelo José pertenecía a la tierra y no podía entendérsele si no era en función de ella. Una tierra fría y dura como pocas, que hombres y mujeres como él sometían a duras penas para extraer de ella un sinfín de riquezas. Sus plantas y animales les alimentaban, les vestían, les suministraban materiales constructivos, medicinales, ornamentales, rituales.




Respiro profundamente, el contacto con la tierra es sanador, ayuda a relativizar los futiles problemas de la vida moderna cotidiana. Si uno no respira aire limpio y pisa terreno aislado, alejado de los fastos y fuegos de artificio modernos, corre el riesgo de darse a sí mismo demasiada importancia. Veo riqueza desaprovechada, una estrategia milenaria tirada por tierra. De abuelos a nietos, todas las culturas transmitieron su saber acumulado, sabedores de que era la única forma de progresar, de no tener que partir de cero en cada generación. De forma repentina, hemos cortado esa cadena de transmisión de conocimiento. Nuestros abuelos no son escuchados por sus nietos, que los creen inútiles por no comprender el funcionamiento del whatsapp y el facebook, sin darse cuenta de que quizá sean los últimos sabios de la sociedad. Media horita en las Tierras Altas, y todo esos problemas vacíos de la sociedad actual me parecen relativos. Estoy ante lo esencial, en contacto con la realidad tangible, a salvo de tomarme en serio las gilipolleces y trucos de prestidigitador con que pretenden convertirnos en ovejitas. Es irónico, abandonamos el pastoreo para irnos a las ciudades, a convertirnos nosotros mismos en las ovejas sobre las que antaño mandábamos.



Como atendiendo a mis pensamientos, escucho cencerros, balidos, y el ladrido de un perro. Automáticamente llamo a mi fiel Sil a mi vera, pues sé bien cómo las gastan los canes guardianes de ganado, especialmente ante perros que, como el mío, tanto se asemejan a un lobo. Vislumbro el rebaño, no hay nada que temer, el pastor está presente, caminando hacia mí y saludando con la mano, acompañado de un solo perro que, pegado a su pantorrilla, le sigue en actitud relajada. Le saludo a mi vez, mientras me detengo a poner la correa a mi can.



        Buenas tardes, majo. ¿Qué? ¿Dando un paseo? - me pregunta, sonriente y amistoso, animando a la conversación.

        Muy buenas. - respondo a mi vez. - Pues sí, de paseo, a ver si me acerco hasta Acrijos. - Una pregunta rondaba mi mente desde que vi las ovejas, así que me aprovecho de su amabilidad para saciar mi curiosidad. - Creí que ya no había ovejas por esta zona. - Me mira extrañado.

        ¿Y por qué no había de haberlas? Siempre las ha habido. - Por su gesto, parece que realmente le ha mosqueado la pregunta.

        Bueno, sí, pero ya sabe, cuando el antiguo ICONA expropió estos pueblos y los repobló de pinos, la gente que quedaba se marchó, y la tierra pasó a ser del gobierno. Creí que no se aprovechaban los pastos desde entonces. - Su expresión demuestra una absoluta incomprensión de mis palabras.

        ¿Cómo que la gente se marchó? ¿quién se ha marchado? Yo, aquí sigo. - El comentario me desconcierta, y solo puedo reponer:

        ¿Y de dónde es usted? - El viejo parece recobrar su inicial expresión de alegría, y con orgullo me responde:

        Soy de Peñazcurna, majo, pero hace ya años que vivo en Acrijos. Es que mi mujer es de aquí, ¿sabes? Empecé a trabajar de pastor para mi suegro, y al morir él, me quedé con el rebaño. - La respuesta me deja estupefacto.

        ¿Quiere decir que vive usted aquí desde hace años? ¿todo el tiempo?

        Claro, majo. - Me responde, con paciencia. - A las bestias hay que cuidarlas todo el año, en el campo no hay vacaciones, no como en la ciudad.

        No sé, tenía entendido que Acrijos estaba abandonado desde hace décadas... - Insisto. De nuevo, cara de extrañeza en el viejo pastor.

        ¿Pero cómo va a estar abandonado? ¿Quién le ha dicho semejante bobada? - Me espeta.

        Pues así lo había oido... pero bueno, que le creo a usted. - No quiero echar más leña al fuego, puesto que el hombre parece estar diciendo la verdad. - Y... ¿vive allí usted solo?

        No, hombre, ahí estoy con mi mujer, y con unas pocas gallinas, las ovejas, este perro, y una perrilla vieja, que está todo el día debajo de las faldas de mi señora. Y no somos nosotros solos, que hay aún unos poquitos vecinos... - Eso sí que ya no me lo puedo creer. Le miro con cara rara, pero él parece que sigue hablando con total franqueza. Dudo. Mientras tanto, él continúa contándome detalles de la vida en Acrijos: - Ya no es como antaño, ¿sabe usted? Antes sí que había gente, ahora quedamos ya muy pocos. - Su seguridad me desarma. Hasta entonces, yo creía estar bastante bien informado sobre la situación de despoblación de Acrijos, pero ese hombre no tenía por qué mentirme, y además allí estaba, con sus ovejas, su perro, su boina polvorienta, su barba desigual, rala y grisácea, su chaqueta varias tallas mayor de lo que le correspondería, su pantalón de tergal y sus polainas de lana... Un tipo pintoresco, tan en peligro de extinción como todo lo demás en esta tierra. Le pregunto su nombre. Él sonríe y contesta presto:

        Bernardo Pérez Álvarez, señor mío, para servirle a Dios y a usted. - Una respuesta que parece sacada de las películas antiguas. Me tiende la mano, y yo se la estrecho amistosamente, sonriendo también. Siento su mano áspera y nudosa, un tanto desagradable al tacto. La mano de un hombre que ha tenido una existencia muy dura, y ha trabajado de sol a sol sin cuestionarse otra alternativa. Un hombre que acepta la deriva de la vida y la inexorabilidad de la muerte sin miedo. En ese momento siento un profundo respeto hacia él.



Nos despedimos amistosamente y seguí camino hacia Acrijos. Me dí la vuelta un par de veces, y en ambas mi vista encontró la masa blanca de ovejas, y a Bernardo saludando con la mano. Apreté el paso, no quería que se me hiciera de noche durante el trayecto de regreso a Sarnago. La visita a Acrijos había cobrado un nuevo interés. Por lo que me había contado mi nuevo amigo el pastor, esperaba ver columnas de humo en dos o tres chimeneas. Al fin vislumbré el casco del pueblo. Ni rastro de humo. Recorrí sus calles despacio, agudizando vista y oído para tratar de localizar las últimas casas habitadas, pero el único signo de vida que hallé fue la efímera visión de un pequeño grupo de ciervas intrusas, que huyeron despavoridas al detectar mi presencia. Me sentí engañado por el viejo. ¿Cómo había podido ser tan ingenuo? El tipo pasaba muchas horas solo en el monte, y se había procurado entretenimiento engañando a un forastero. Probablemente se había echado unas risas a gusto imaginando mi cara de bobo al recorrer las calles vacías de Acrijos.



Superada la vergüenza por mi ingenuidad, saqué la cámara y tomé unas cuantas fotos del lugar. Antes de marcharme, accedí al cementerio. La maleza y las zarzas lo invadían todo. Con pasos lentos y respetuosos, me detuve en unas pocas cruces y lápidas. Reflexioné acerca de la vida pasada de aquellas gentes, llenas de amistades, amoríos, sueños, aspiraciones... pensé en cómo, lo que fue, ya no es. Los pequeños cementerios rurales son un buen paradigma de la despoblación: muerte y olvido, y por eso la visita a los despoblados es siempre agridulce. Ya estaba a punto de irme cuando reparé en una sencilla cruz de varillas de hierro, de ésas que tienen la imagen en sepia del rostro del finado en un óvalo inserto en el punto de corte de sus dos brazos. La mirada astuta, la sonrisa franca, y la barba rala del hombre que aparecía en la imagen me eran familiares. Me acerqué. Quien allí se mostraba sonriente era el pastor con el que había estado hablando apenas un rato antes. Debajo, aunque el óxido se estaba comiendo las letras, podía leerse claramente: "Bernardo Pérez Álvarez, 1903 – 1966". Me quedé frío, y sentí que me faltaba el aire. Salí de allí hecho un manojo de nervios, mi mente y mi cuerpo no se entendían entre sí, no sabían cómo reaccionar ante la ocurrencia de lo imposible. No podía ser, pero había sido. La búsqueda de raciocinio ante el suceso hizo que mil explicaciones disparatadas me cruzaran por la mente: una alucinación, un sueño, una broma televisiva... Por Dios, si hasta le había dado la mano y había sentido su aspereza, ¡cómo podía ser eso! Mi perro intuyó mi estado de nervios con ese sexto sentido empático que parecen tener solo ellos, y se acercó a lamerme la cara, solícito. Ese gesto me devolvió a la realidad. Reuniendo mis pocos arrestos penetré de nuevo al camposanto para confirmar los datos. No había duda. Salí de Acrijos en dirección a Sarnago corriendo más que andando, con la comezón de no saber si me encontraría al pastor en el camino de vuelta o si se habría desvanecido. Mi perro corría a mi lado, sin separarse ni un metro, a pesar de lo tentador del monte, consciente de mi necesidad de compañía amiga. La incertidumbre era insoportable, tanto que no dejaba abrirse paso al miedo. En la curva donde antes se hallara el rebaño no había ni rastro de éste ni del pastor. Me detuve a esa altura y me asomé en todas direcciones. Ni siquiera había pisadas de oveja en el barro, ni sirle que demostrara su paso por allí.




La duda me acometió de nuevo. ¿Me lo habría imaginado todo? ¿Habría confundido los rostros y los nombres? No lo creía. El camino de regreso hasta Sarnago lo hice medio sonámbulo. Conduje hasta Soria, entré en casa sin saludar, y me senté frente al ordenador. Repasé toda la información de Acrijos que pude encontrar. Consulté también los libros que atesoro sobre las Tierras Altas, y todos fueron unánimes, ni ovejas ni pastor residían en Acrijos desde hace décadas. ¿Había, pues, visto un fantasma? No había nada que hacer al respecto, sino quizá, contarlo a mis futuros hijos y nietos, y aprovechar esta historia para alimentar su interés hacia mis queridas Tierras Altas de Soria.



Muchos son los kilómetros que he andado y me quedan por andar en la Alcarama, pero nunca he vuelto a ver a Bernardo. Ahora, cuando miro allá arriba, le imagino acompañado de su perro inseparable, soportando el frío invernal y la canícula estival, el viento y la tormenta, las nieves y las nieblas. El último habitante que vaga por los pinares repoblados de la Alcarama, ajeno a su abandono e inmune al paso del tiempo, concentrado, como lo estuvo en vida, simplemente en el siguiente paso de sus albarcas polvorientas. ¿Acaso importa algo más?





Autor:



JOSÉ CARLOS SANTANA PÉREZ

Soria, marzo de 2013

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