lunes, 25 de junio de 2012

CORZO (Capreolus capreolus)

El corzo es uno de los animales más bellos y elegantes que podemos encontrarnos en nuestras salidas por los montes del Sistema Ibérico Norte. De hecho, es probablemente el mamífero más fácil de ver en una salida campera por estos lares. Ante la supuesta abundancia actual de la especie, contrasta la situación en que se llegó a encontrar en la primera mitad del siglo XX, sin duda la época en que España alcanzó sus mínimos históricos en cuanto a superficie arbolada, espacios naturales, y fauna salvaje. En aquellos tiempos el corzo llegó a ser una especie marginal, confinada a las áreas montanas. Algo parecido, aunque más grave aún, le ocurrió al ciervo, pero de eso hablaremos en el capítulo correspondiente. Tras sobrevivir a aquel brete, el corzo, prácticamente sin ayuda ni intercesión humana (aunque favorecido por la despoblación rural, las políticas de repoblación forestal, espacios protegidos y demás, claro) comenzó su expansión. Esa expansión ha sido tan significativa, que hoy en día incluso ha alcanzado zonas en las que su presencia resulta inusitada incluso para los más viejos, como las estepas cerealistas de Palencia y Valladolid, terrenos muy desarbolados y llanos, donde este pequeño artiodáctilo se ha establecido con sorprendente éxito en los últimos años.

En las estribaciones del Ibérico Norte es frecuente encontrárselo pastando en el final de invierno e inicio de primavera en las piezas de trigo y cebada con orlas forestales de pino o roble, en grupos familiares. Tan sólo hay que mirar a un lado desde cualquier carretera para ver esta escena. 


El corzo es incluso un animal periurbano, que frecuenta los robledales y encinares que rodean capitales como Soria y Burgos, siendo visible desde las viviendas periféricas de estas ciudades con mucha frecuencia. Curiosamente, hasta hace unos años era considerada una especie muy esquiva.

Si algo caracteriza al corzo, y lo distingue fácilmente de las ciervas (porque un ciervo macho es inconfundible) en observaciones a gran distancia (a corta distancia es difícil confundirles porque sus respectivos tamaños son considerablemente diferentes, la cierva es mucho mayor) es su escudete anal, blanco como la nieve, de forma que destaca mucho en el monte. En los machos el escudete tiene forma de riñón tumbado,


En las hembras, la mancha blanca presenta un pico hacia abajo, como puede observarse en esta imagen, en la corza que está más a la derecha, de espaldas a la cámara:

Otros rasgos propios de la especie, son su boca blanca inserta en un morro oscuro, más chato que el de los ciervos, y sus enormes orejotas, que en ciertos individuos llegan a ser desproporcionadas con respecto a la cabeza,


El macho luce una cuerna característica, más sencilla y corta que las de los ciervos, aunque similar en constitución. Cada año se desprende de ellas en otoño (desmogue) y le salen unas nuevas en invierno tardío (en enero o febrero en nuestras latitudes). Al principio las cuernas están cubiertas de un tejido sedoso, una borra que cubre el material córneo, como se observa en este ejemplar, con las cuernas recién emergidas, de formas redondeadas:


Poco a poco, y aún debajo de la borra, la cuerna crece y van adivinándose las puntas (el primer año dos varas rectas, el segundo una horquilla de dos puntas, y a partir de entonces las tres puntas definitivas). Estamos en los inicios de la primavera:


Los corzos se avienen a vivir en grupo en los meses de invierno, durante los cuales es frecuente ver a los machos insertos en rebaños, en convivencia con hembras e incluso con otros machos. Seguimos aún en el inicio de la primavera, allá por marzo:


En primavera los machos se rascan contra los troncos de los árboles, dejando en ellos marcas reconocibles, para librarse de la borra, y así dejar la cuerna limpia y lisa. Al mismo tiempo, van dispersándose los grupos, y despertando el fuerte instinto territorial que les caracteriza. Estamos en la época en que se les observa en solitario, al tiempo que mudan el pelaje. El color pardo grisáceo invernal da paso al rojizo brillante del verano. Estamos en mayo.


A estas alturas, los machos se tornan cada vez más ariscos y nerviosos, están a las puertas del celo, que se produce al inicio del verano. En este tiempo no toleran la presencia de otros machos en su proximidad, y se vuelven muy agresivos, hasta el punto de que pueden llegar a matarse. Se denomina ladra, debido a que, de forma similar a la de los venados, los machos de corzo emiten sonidos para reafirmar su bravura y llamar la atención de las hembras. El sonido del corzo es ronco y corto, y se repite muchas veces, sonando muy parecido al ladrido de un perro, pero con matices característicos. Es muy fácil escucharles en el monte en esta fase, de hecho, responden con ladridos ante cualquier intromisión, aunque sea humana. En el siguiente corte de video, lo podemos escuchar:



Las corzas, por su parte, son mochas (no tienen cuernas) y muy similares morfológicamente a los machos, aunque un poco más pequeñas en tamaño. Además presentan el matiz del escudete anal, esa prolongación inferior de la que hablábamos anteriormente. En los rebaños invernales, tienen mayor presencia que los machos, así como sus crías. Obsérvese que, al igual que estos, también presentan un pelaje pardo grisáceo en invierno. Son fácilmente observables al atardecer, pastando en piezas de cereal.


Cuando los grupos comienzan a dispersarse, en primavera, podemos observar alguna hembra preñada durante la ladra del verano anterior, como la que vemos a continuación, que posa mirando a cámara una tarde de abril.


Aprovecho para introducir una de las características más reseñables del corzo como especie, que es la implantación diferida de los óvulos fecundados. Esta propiedad, que comparte con otros mamíferos como las comadrejas, nutrias, tejones, o las liebres, le permite a la corza albergar un óvulo fecundado en su seno en estado latente, sin que este se desarrolle hasta que las condiciones sean propicias para la futura cría. Por eso, el tiempo de gestación en estas especies no es fijo. Los partos suelen ser en primavera, en nuestra área se producen frecuentemente en mayo. Otra curiosidad de esta especie es el aparente abandono de las crías recién nacidas. Es relativamente común, cuando uno da un paseo por el campo en Soria en mayo, por ejemplo, encontrarse una cría de corzo tumbada en el suelo, inmóvil pero viva, que no huye ni reacciona bruscamente ante nuestra presencia, como si estuviera enferma y abandonada. 


Aunque el animal de la imagen es un cervatillo, y no un corcino, sirva para ilustrar la situación. En esos casos no tocaremos a la cría bajo ningún concepto, pues normalmente ni están abandonadas ni les ocurre nada malo. Aunque no la veamos, la madre estará muy cerca, y muy preocupada por la cría. Si la hemos tocado, podemos impregnarla con nuestro olor humano, y provocar un rechazo posterior por parte de la madre. La estrategia que utilizan las crías contra la depredación es estarse muy quietas, ocultas por las hierbas o matorrales, mientras sus madres salen corriendo en otra dirección, tratando de llamar la atención del depredador y que éste las persiga, alejándole del lugar donde reposa la cría.


Para terminar, otro corte de video que representa muy bien cómo es un encuentro con una corza desprevenida en medio del bosque.


Espero que os haya gustado el reportaje. 

Un saludo, y hasta el siguiente

lunes, 18 de junio de 2012

DESPOBLADO DE BUIMANCO Y MONTE AYEDO

Taniñe (Soria) - Buimanco (Soria), 11 de marzo de 2009. 

Una vez más, nos aventuramos por las olvidadas y abandonadas laderas del valle del Linares, en la comarca de Tierras Altas de Soria. Como ya he explicado en otras ocasiones, dicho valle discurre entre el monte Ayedo (al oeste) y las estribaciones de la Sierra de Alcarama (al este), en el noreste de la provincia, desaguando el río hacia Cornago, en la vecina Rioja, y albergando 6 pueblos abandonados, cuyos únicos accesos son por pista forestal, en el mejor de los casos, o por senderos estrechos con cortado a un lado, como es el caso de Vea y Peñazcurna, en el fondo de la profunda hendidura que es este valle del río Linares.

Buimanco es uno de los tres despoblados que están en la parte alta del valle, a unos 1.260 m de altitud. Partiendo a pie desde Taniñe, dirigimos nuestros pasos por la pista forestal que sale de la propia carretera, antes de entrar en el pueblo, en dirección al noreste. El camino discurre entre pinos pudios o laricios, de repoblación, y va ganando altura poco a poco. Tenemos tiempo de admirar intimidantes ejemplares de vaca serrana soriana, los últimos representantes puros de esta raza autóctona, en peligro de desaparición, adaptada a la crudeza invernal de las tierras altas sorianas. Son animales preciosos, rústicos y bravos, y es aquí en Taniñe donde la Diputación de Soria mantiene una explotación con el fin de preservar y promocionar de nuevo la raza. La explotación cuenta actualmente con alrededor de 200 individuos.




Los pinos se alternan con rebollos, y la pista gira bruscamente a la izquierda, buscando la subida a la cima del monte Ayedo. Iniciamos la subida, pero, al poco, tomamos un desvío a mano derecha, que nos ha de meter, bruscamente, en la cuenca del Linares. Aquí observamos un par de ciervos jóvenes, probablemente recién emancipados, que quedaron unos instantes desconcertados antes de emprender la huida:







 Vamos ascendiendo, y al superar la primera loma, se hace visible la gran barrera pirenaica: 


Desviándonos un poco hacia los cantiles que asoman sobre el valle del Linares, avistamos marcados horizontes en la ladera opuesta. A nuestra derecha queda, cercano, San Pedro Manrique, último pueblo habitado de esta vertiente, y desde el cual podríamos trazar un arco de unos 15 km hacia el noreste sin encontrar gente ni viviendas habituales, a pesar de que hay unos cuantos pueblos... 
 
De vuelta a la pista forestal, avistamos nuestro primer objetivo: Buimanco, impasible sobre su privilegiado mirador.


Mirando hacia el fondo del valle, observamos otros dos de los despoblados del valle: Vea (algo menos de 900 m sobre el nivel del mar), en primer plano y sobre la ladera derecha, y Villarijo (con algo más de 700 m, lo que le convierte en la población más baja de la provincia de Soria), en segundo plano y en la ladera izquierda. Entre medias de ambos queda Peñazcurna, en la margen izquierda, pero no visible en la imagen.



La pista discurre entre pinares de repoblación (con Pinus sylvestris y P. nigra) y rebollares, y desciende marcando una acusada curva para salvar el barranco del Arroyo de San Fructuoso, para volver a ascender hacia la loma sobre la que se posa Buimanco. Así, alcanzamos las primeras edificaciones del pueblo.



Imágenes de las desiertas y olvidadas calles de Buimanco, donde ya prácticamente no queda nada, con la mitad de las casasa hundiéndose y la otra mitad a punto de hacerlo. Por doquier rastros de pisadas y deposiciones de ciervos, incluso dentro de los bajos de algunas casas, que les vienen bien como refugio durante ciertos temporales.


En las calles expuestas al norte, aguantan espesos neveros.







Su iglesia, como tantas otras, ha sido víctima del expolio, siendo arrancados hasta los retablos de sus paredes. La espesa capa de estiércol  denota que las vacas serranas la ocupan como establo hoy en día.







Estas son algunas de las vistas de que disfrutaban hasta hace unas pocas décadas los habitantes de Buimanco, colgados en un privilegiado balcón.



En lontananza, los Pirineos, que distan unos 140 km en línea recta desde Buimanco. Son perfectamente visibles en días claros, pudiéndose distinguir, incluso, los perfiles de los macizos más conocidos.



Durante la jornada, observamos los acostumbrados buitres, lavanderas blancas, algún que otro carbonero palustre, y este simpático piquituerto.


Unos kilómetros después, y tras pisar algún que otro ventisquero de cierta entidad en las umbrías, hacemos cima en el Ayedo (1.728 m), uno de los principales vigías de la comarca de Tierras Altas de Soria.


Vistas desde la cima:
Cebollera


Demanda riojana. A la derecha, destaca la cima del San Lorenzo.



Moncayo (el pueblo que se ve abajo, a la derecha, es San Pedro Manrique).



En total, fueron alrededor de 25 km de caminata, llena de alicientes, y en un estupendo y tranquilo entorno, aderezada con un almuerzo de los que sientan cátedra, y es que, en el monte, todo sabe mejor.

Para cerrar el reportaje, una última vista de Buimanco, en esta ocasión tomada desde el noroeste. Ahí está, inserto en lo salvaje, con el imponente Moncayo de fondo.


Hasta la próxima entrega.


domingo, 10 de junio de 2012

EL VALLE DEL PORTILLA

Duruelo de la Sierra (Soria) - Mansilla de la Sierra (La Rioja), 2 de junio de 2012.


En términos generales, se puede decir que no existen en España territorios vírgenes. Desde las playas más turísticas y masificadas hasta las sierras más recónditas, todos los ambientes de nuestro país han sido influenciados y modificados por el hombre, cada uno en su medida, algunos muy levemente y otros absolutamente. Aceptado esto, hay que decir que sí existen aún multitud de enclaves que, por una combinación de abandono de la vida tradicional rural y de lejanía de los polos de desarrollo, han quedado preservados hasta cierto punto, conservando gran parte de su biodiversidad original, y manteniendo, dentro de lo posible en la era de las comunicaciones, una cierta condición de salvajes, que aún puede palparse cuando se llega hasta ellos.

En este aspecto destaca el Sistema Ibérico Norte, por su configuración orográfica, elevada, abrupta y continua; su condición de interior, que lo convierte en una de las zonas más frías e inhóspitas del país; y el hecho de encontrarse en un polo de despoblación, con escasas vías de comunicación y redes de distribución cruzándolo. Así, en la extensa encrucijada montañosa que relaciona Burgos, Soria y La Rioja, puede uno todavía llegarse hasta valles perdidos, y encontrarse en puntos alejados, en muchos kilómetros a la redonda, de poblaciones y carreteras e, incluso, de líneas telefónicas y eléctricas.

Uno de los muchos enclaves con estas características es el Valle del río Portilla, en la cara norte de Urbión. Para llegarnos hasta él, nada como acompañar a los que saben, la gente de la tierra, y por eso nos unimos a la expedición que proponían los amigos del Club de Montaña y Escalada Urbión de Duruelo de la Sierra.

Parte del grupo partió a pie desde el propio Duruelo, para encontrarse con el resto, desplazados en coches, en el paraje de Peñas Blancas. A partir de allí, ascendimos en busca del Picacho de Camperón, para pasar el cordal y cambiar de la vertiente Duero a la vertiente Ebro. 

       
Volviendo la vista atrás, nos encontramos con el pueblo que acabamos de dejar, Duruelo de la Sierra, totalmente rodeado de sus densos y conocidos pinares de pino albar.


A nuestra izquierda, se observa el mojón de las Tres Provincias, divisoria entre Soria, Burgos, y La Rioja.


Pasamos el cordal, estamos ya en la cuenca del Ebro.


Delante nuestro, se abren hondos valles que divergen hacia distintos puntos. El pico San  Lorenzo, en el que aguanta algún nevero, destaca en el horizonte, justo por detrás de Cabeza Herrera, cuya cumbre redondeada queda próxima, a nuestra izquierda.


La gente de Duruelo sabe bien por dónde tirar, y así nos encaminamos al encuentro del Portilla, que es, a esta altura, apenas un regato que salta por los pastos de alta montaña, recién brotado de la tierra.



Hondos barrancos de alta montaña, excavados por antiguos glaciares, aparecen a nuestros pies.


A nuestra espalda, a la izquierda, aparece en segundo plano la cima rocosa del Urbión, destacando sobre un imponente circo glaciar (en primer término).


Mirando hacia el noroeste, vemos el perfil de la Demanda burgalesa, en la que destaca la silueta piramidal inconfundible del San Millán, el pico más alto de la provincia de Burgos.






Vamos siguiendo 
al Portilla mientras 
se derrama por los 
pastos de alta 
montaña, dejando
estampas preciosas.


Nos encontramos ya en la boca del valle del Portilla, que serpentea hacia el norte, profundo y largo.


Alcanzamos las primeras hayas,








Antes de meternos en la sombra, 
echamos la vista atrás y contemplamos 
la cabecera del río, que se remonta 
casi hasta la cumbre de Urbión:














Y nos sumergimos en el fresco hayedo, por donde el río corre y se divide a veces en ramales, formando pequeños saltos entre las rocas.


En un ambiente tan húmedo, la madera muerta es rápidamente colonizada por hongos de diferentes especies, como la yesca (Fomes sp., a la izquierda) o la seta de chopo (Pleurotus sp., derecha):







 

















Algunas hayas destacadas:










La senda nos saca de nuevo al sol.
Al fondo, junto al río, hay de cuando
en cuando alguna pradera.


Las laderas del valle son muy
escarpadas, y están cubiertas de
matorrales y arbustos, principalmente
escobas, y algún que otro majuelo
o bizcobo, cuajado de flores.

La senda es estrecha, y nos obliga a ir en fila india, enganchándonos a veces en las ramas de las zarzas.

 


En paralelo a nuestro camino, el Portilla sigue su tranquilo discurrir entre las rocas del fondo, pocas son las visitas humanas que recibe. Este valle se pasa la mayor parte de la existencia en silencio, sólo roto por el viento y el rumor del agua. Se nota que aquí somos nosotros la excepción, los extraños.





















Mirando hacia adelante y hacia atrás, se aprecia la angostura del valle, y lo empinado de sus paredes. El sol pega duro, y va tocando parar al almuerzo.



Un par de imágenes de parte del grupo. Siempre que se anda por el monte, el almuerzo cae de maravilla al estómago. La gente estaba de buen humor, el paisaje era precioso, el chorizo de matanza de primera, y el vino de las botas estaba aún algo fresco y entraba solo.


Otra parada para reagruparnos, pues la fila se estiraba mucho y de vez en cuando teníamos que hacer recuento de personal. Parte de los montañeros se apilaban a la sombra de un majuelo con porte de árbol, porque el sol arreaba más duro a medida que nos íbamos acercando a las horas centrales del día.



El camino, además de estrecho, era irregular, con tramos de hierba, piedra suelta, roca, agua y barro. Y es que, de cuando en cuando, lo cruzaban arroyos que caían de lo alto de la ladera.

Son caminos de pastores, poco transitados, que en ciertos tramos se borran.
















Nos rodea una diversidad vegetal digna de un jardín botánico, especialmente en cuanto a especies riparias, amigas de los cauces de los ríos, como por ejemplo fresnos de hoja ancha o europeos (Fraxinus excelsior) y fresnos de hoja estrecha o del país (Fraxinus angustifolia),

 


















arce campestre o ácere (Acer campestre), propio de la España septentrional,


conviviendo con su pariente mediterráneo, el arce de Montpellier, o ácere duro (Acer monspessulanum),



con especies de ribera tan habituales en nuestras montañas como los avellanos (Corylus avellana),












 y con otras un poquito más esquivas, aunque también autóctonas de estos lares, como los tilos (Tilia platyphyllos)



Todo ello, mezclado con hayas, robles rebollos y albares, arraclanes, espinos pudios, y algún que otro acebo
 
















Seguimos marcha por el valle, cada vez de un verde más intenso, a medida que aparecen claros y praderas salpicados entre las escobas y majuelos,



Nos tropezamos con algún que otro esqueleto, tanto en sentido literal, como el de este joven ciervo,


como en sentido figurado, como estos restos arruinados de tenadas o majadas, de cuando aún se guarecían rebaños en esta parte del monte,


La espina dorsal de la sierra se deja ver en forma de peñascos que sobresalen de la ladera,









El Portilla refuerza su caudal, y forma algunas pozas en su recorrido,












mientras la senda nos sumerge en la sombra de otro hayedo, y aprovechamos para repostar agua de los arroyos que caen por las laderas, 






Dentro del hayedo, la senda se torna al fin en una pista forestal, lo que indica que nos acercamos de nuevo a la civilización.


Y en la ladera opuesta aparece un denso encinar mediterráneo, en contraposición al hayedo eurosiberiano por el que nosotros circulamos. Y es que, como ya hemos podido comprobar en muchas otras ocasiones, la zona del Ibérico Norte es línea divisoria entre climas en la Península Ibérica, lo que permite que en sus valles convivan plantas propias de la España mediterránea y de la atlántica, formando conjuntos singulares de biodiversidad. 


El hayedo se termina y da paso a un impresionante quejigar, con robles de talla imponente (Quercus faginea). Mientras tanto, a nuestra derecha aparece ya un brazo del embalse de Mansilla.


Al fondo, se vislumbra la vertiente sur del San Lorenzo (2.271 m), entre Salineros y los Pancrudos,


Y, finalmente, el pueblo nuevo de Mansilla de la Sierra, objetivo de la ruta, si bien aún nos restaba bordear unos pocos kilómetros de pantano bajo el sol para ganar el casco. El antiguo Mansilla quedó sumergido bajo las aguas del embalse, que recoge aguas de multitud de ríos de montaña en esta cabecera, para dar salida al río Najerilla.


Y hasta aquí la interesantísima ruta de hoy, hasta la próxima.